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Árbol de Diana: Ruptura, viaje y extravío

por Agustín Mojica


0. Introducción

Árbol de Diana es el cuarto poemario de Alejandra Pizarnik. Publicado en 1962, se compone de treinta y ocho poemas breves seis en prosa, identificados todos ellos con números en lugar de títulos. La escritura de Pizarnik, para ese momento, ya había encontrado su cauce, y ella había logrado consolidar una voz poética característica. Podemos ver este libro, entonces, como un breve muestrario de las temáticas recurrentes de su obra en general.

Tal como mencioné en un texto anterior, el sujeto poético que enuncia estos versos se encuentra en movimiento constante, lanzado a una travesía que no sólo es dura por la dureza del camino, sino porque sabe que lo recorre en vano. Bien señala Carneiro Dos Santos (2011) que toda la obra de Pizarnik está marcada por imágenes y referencias al exilio, el desplazamiento, el viaje, la errancia y una constante movilidad entre los espacios (p. 81). Aquí, ese desplazamiento refleja no sólo un espíritu de búsqueda permanente, sino también un desarraigo irresoluble.

Dicho desarraigo implica, además, una profunda ruptura interna. Sostiene Dalmaroni (1996) que “[la] escisión del yo, o mejor, el yo que se dice desdoblado […] es el principio organizador de la escritura en Árbol de Diana” (p. 8). En efecto, la Alejandra que nos habla aquí está dolorosamente separada de sí misma: su andar nostálgico en busca de algo que la complete no tiene lugar únicamente afuera, sino que implica también un profundo recorrido interior. Se topa, allí, con diferentes instancias de sí misma. En ese contexto, las referencias a la niñez son recurrentes, tal como señalan Villalobos (2007) y Mackintosh (1999). La infancia se nos presenta como un territorio perdido, en el que se anhela en vano volver a refugiarse.

Es, por supuesto, una tarea difícil la de delimitar nuestro campo de análisis. Una vez procesadas por el discurso narrativo, las biografías de ciertos autores acaban transformadas en una prolongación de su escritura, casi una secuencia performática sostenida en paralelo. El caso de Pizarnik es paradigmático; bien afirma Villalobos que su imagen “ha sufrido, a partir de su muerte, un proceso de mitificación que obstaculiza una lectura sin prejuicios de su poesía” (p. 110).

Intentaré, aquí, eludir el mito de la persona. La Alejandra a la que haré referencia no es la autora de los versos, sino el yo poético que hace suya la tarea de enunciarlos.

 


 

1. Una parte (se) partió

Ya desde el comienzo, en el poema número 1, Pizarnik sienta las bases conceptuales del poemario en su conjunto. Esta primera pieza, por tanto, puede ser leída como una especie de “manifiesto inicial, casi un ars poetica” (Dalmaroni, p. 9). En efecto, los tres versos inaugurales condensan con impecable brevedad los ejes temáticos que intentaré analizar aquí:

He dado el salto de mí al alba.

He dejado mi cuerpo junto a la luz

y he cantado la tristeza de lo que nace.

(Pizarnik, 1990, p. 201)

 

Así nos encontramos, sin dilaciones, ante un sujeto poético que se desplaza. El primer verso se encarga de impartir al texto un soplo de dinamismo que pone la obra “en marcha”. Al mismo tiempo, nos indica que al menos por ahora esa movilidad tiene un objetivo claro: el binomio “mí - el alba” traza una hoja de ruta, marca el punto de partida y un pretendido punto de llegada.

La elección del tiempo verbal nos habla de una acción finalizada. No obstante, la vaguedad de la preposición a en lugar de su alternativa “conclusiva”, hasta siembra incertidumbre respecto al resultado. Si tomamos alba como metonimia de cielo, vemos que Pizarnik juega con el vértigo que genera un salto de tal envergadura sin la certeza de un aterrizaje. La primera imagen del yo en movimiento, entonces, es inquietante e inconclusa: rasgos que se volverán recurrentes.

El siguiente verso, por su parte, enuncia ahora otra clase de desplazamiento: una escisión del yo, una ruptura fundacional. El abandono del yo-cuerpo por parte de un yo-inmaterial (que será el que mantenga el estatus de yo, dado que se lleva consigo la voz enunciativa), justo a continuación del ambicioso “he dado el salto de mí al alba”, parece estar señalando de manera implícita el invalidante peso de la corporalidad. Ya sea que entendamos alba como cielo, o bien como una referencia a alcanzar un nuevo día o alguna chance de (re)nacimiento, está claro que se trata de un objetivo tal que no puede ser alcanzado sin pérdidas, sin que algo quede en el camino. La renuncia al cuerpo, así, es el precio que paga el alma la costumbre nos hace llamarla de este modo— por la libertad de abrazar el plano metafísico sin interferencias.

“He cantado la tristeza de lo que nace”, remata finalmente, y asimila entonces ese desprendimiento al acto de nacer, con el consiguiente luto por la pérdida de aquello con lo que solía conformar un todo. La referencia a la luz adquiere entonces un doble significado: alumbramiento (en el mencionado sentido del parto, el “dar a luz”) e iluminación, en una acepción más bien rimbaudiana: la poesía como una forma de lucidez que nos da acceso a un campo de verdades sutiles e inmateriales, incompatibles con la corporalidad. Bien cita Villalobos al mencionado Rimbaud así como a Baudelaire y Ruskin, para abonar la idea del poeta como poseedor de una mirada de niño (pp. 114-115), que penetra el mundo y trasciende su coraza de obviedades.

Ahora bien, no todas las representaciones del desdoblamiento a lo largo de Árbol… se dan en los mismos términos, ni ameritan la misma lectura. Cabe detenerse, por ejemplo, en el poema número 13:

explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome

(Pizarnik, p. 207)

 

A golpe de vista, estos versos pueden remitirnos a una situación análoga. Sin embargo, una mirada más atenta revela que las percepciones del sujeto poético son muy distintas en este caso. Ante todo, lo que antes se expresaba como una ruptura voluntaria adquiere aquí una nota de dramatismo, al aparecer como algo forzado, ejecutado desde afuera. Si al principio había sido ella quien dejó su cuerpo, ahora es un barco el que parte llevándola.

Una segunda diferencia radica en qué es lo que se ha escindido. En el poema 1, a la ruptura le sigue el inmediato abandono de lo que queda atrás: al cuerpo ya no se le asigna un pronombre, sino que se convierte en un objeto adjetivado (“mi cuerpo”) por la instancia del yo que se aleja. Aquí, la frase “partió de mí un barco llevándome” aunque enunciada desde este lado, desde el yo que se queda mantiene los pronombres en ambas orillas, en lo que puede ser un indicio de que esta fractura no ha sido tan limpia como la anterior. El sujeto que habla en estos versos no está ahora vacío, sino incompleto. Ha quedado, de este lado, lo suficiente de sí como para añorar lo que falta.

Nótese, además, la polisemia de la palabra partir. Si nos permitimos cierto nivel de juego lingüístico, nos encontramos con una figura más drástica aún: la de un barco partiéndola. Dicha partida, entonces, es un desgarramiento.

 

 

2. La pequeña viajera

 

Ante este sujeto desdoblado y roto, cabe preguntarse si la búsqueda a la que me he referido en textos anteriores no será la de un retorno a la unicidad, un intento de reconciliar esos fragmentos. Si así fuera, ¿hacia dónde se abriría su camino? Como dije, Villalobos afirma que “la nostalgia de la infancia es uno de los temas recurrentes en la poesía de Alejandra Pizarnik” (p. 112). Toda nostalgia, por definición, es regresiva y camina hacia el pasado. Por su parte, Carneiro Dos Santos nos habla de una errancia entre distintos tiempos, entre la vida de una mujer adulta y “la niña muda que habla en su nombre” (p. 82).

¿Podemos pensar, entonces, ese barco que (la) ha partido como el paso del tiempo? ¿La búsqueda en cuestión será la de un retorno a la niñez? Pizarnik emplea con frecuencia imágenes que aluden a la infancia: “pequeña olvidada” (p. 202), “niña de seda” (p. 206), “pequeña muerta” (p. 211), “pequeña viajera” (p. 217). Nótese, en todos los casos, el uso de la tercera persona: la voz que enuncia esos versos lo hace desde lejos, marcando la distancia. La elección de los adjetivos, por su parte, apunta siempre hacia nociones de fragilidad y abandono. El sujeto-niño que se reconstruye a partir de estas referencias parece fruto de una infancia que no se añora para revivirla, sino para repararla.

Surge de aquí, luego, que el objeto de deseo no es la propia niñez tal como ha sido, sino un ideal de infancia en sentido arquetípico: una época de inocencia y pureza, en la que el niño “no ha sido manchado, ensuciado, por las vicisitudes de la realidad” (Villalobos, p. 112). Aquella suerte de “videncia” a la que antes nos hemos referido es natural entonces de esta etapa, en la que el contacto con el mundo no ha empañado nuestros ojos todavía.

Sumado a eso, su emplazamiento temporal temprano la convierte en sinónimo de un posible nuevo comienzo, una oportunidad de un “alba nueva”, si retomamos la imagen del poema número 1. Lúcidamente, Villalobos señala también que a lo largo de Árbol... “subyace un sentimiento general de fracaso a partir del cual se añora, con crueldad, un estado anterior en el que puede inferirse la inocencia de la infancia” (p. 113). Así, ante el desencanto con el mundo construido, surge el anhelo de empezar de nuevo, regresando al punto de partida.

En cuanto a la noción de inocencia, Pizarnik la hace entrar en escena en el poema número 11. Su papel aquí parece ser el de inducir un encuentro entre ambas fracciones del yo:

ahora

en esta hora inocente

yo y la que fui

nos sentamos en el umbral de mi mirada

(p. 206)


Es claro que la idea de umbral instala un adentro y un afuera bien delimitados. Con esta metáfora, Pizarnik transforma los ojos en una frontera entre el mundo externo, que se abre hacia adelante, y el interno, que permanece guardado detrás. El uso de la primera persona del plural es llamativo, pues contrasta con el desapego con el que suele aludir a las otras instancias de sí. En vista de que ambos sujetos son en realidad el mismo, parece existir entonces una intención de reconciliarlos, de fundirlos lingüísticamente en una entidad única. Se trata, si es así, de un momento de contemplación compartida, en el que ambos miran hacia adentro, hacia ese mundo interior conservado en recuerdos.

La nostalgia se presenta como una fuerza motora recurrente a lo largo de la obra y empuja siempre al sujeto a avanzar hacia atrás, a campo traviesa del tiempo. También el poema 6, por ejemplo, apunta en ese sentido:

ella se desnuda en el paraíso

de su memoria […]

(p. 203)

 

La regresividad evidente de la palabra “memoria” vuelve a ponernos de cara hacia el pasado. Se refuerza con esto la idea de un paraíso perdido, un idilio ubicado detrás, al que no se arriba sino que se regresa. La desnudez, en este contexto, encuentra en la inocencia un aliado necesario: ante un yo infantil, carente aún de tabúes establecidos, el yo adulto es capaz de mostrarse al descubierto. La falta de sensación de culpa (Villalobos, p. 112), así como la ausencia de un juicio crítico ante la desnudez (simbólica o no, de un prójimo o de sí mismo), convierte a ese niño en un cristal donde el sujeto puede verse visto por una mirada que no dicta sentencias.

 

 

 

3. La tierra más ajena

¿Busca entonces esta Alejandra a una Alejandra que la precede? ¿Hay realmente una lógica detrás de sus recorridos? Aunque la obra está marcada por un halo de búsqueda que parece justificar sus pasos, también es cierto que su camino no es lineal, y que con frecuencia parece extraviarse o desconocer el objetivo. Las referencias al sonambulismo dan la pauta de que gran parte de sus movimientos pueden estar guiados no por una búsqueda lúcidamente orientada, sino por un mero deambular de la consciencia entredormida. En el poema número 12, por ejemplo, Pizarnik escribe:

no más las dulces metamorfosis de una niña de seda

sonámbula ahora en la cornisa de niebla […]

(p. 206)

 

Este segundo verso resulta inquietante, no sólo por la mención a un andar errático al filo de una caída, sino también por la presencia de la niebla, elemento asociado al extravío y la desorientación. En la niebla, los pasos se vuelven inseguros y toda búsqueda transfigura en errancia.

Precisamente, Carneiro Dos Santos nos habla de una errancia entendida como un desplazamiento en todo sentido y que no se fija en ninguna parte (p. 81). En efecto, Alejandra se encuentra en movimiento permanente, en el amplio sentido de la palabra: recorre espacios, se mueve entre tiempos, se desdobla y se expande, baraja y reparte una y otra vez las múltiples facetas de su yo.

Aun así, en ninguna parte encuentra lo que busca, en ninguna parte es capaz de lograr una pertenencia. Persisten en ella la extrañeza, la expulsión, la extranjería. No importa si se trata de un recorrido interior o, por el contrario, de un periplo por un mundo en extremo ajeno, buscando en el afuera algo que la complete. Sea en el exterior, sea en su propia geografía interna, nunca parece hallarse en terreno propio. Así lo enuncia el poema número 15:

[…]

Extraño no ejercer más

oficio de recién llegada.

(p. 208)

 

Este “oficio de recién llegada” puede remitirnos nuevamente a la niñez, si pensamos al niño como un recién llegado al mundo, pero al mismo tiempo puede estar refiriéndose a un arribo reciente a un territorio del que no forma parte. La ambigüedad semántica de la palabra “extraño” amplía el campo de posibles interpretaciones. Los versos se tornan nostálgicos si la leemos como verbo (“yo extraño...”), pues expresaría la añoranza de un tiempo en el que no se sentía de ese modo. Si, en cambio, elegimos leerla como adjetivo (por ejemplo, “sería extraño...”), estas líneas pasan a enfatizar cuán excepcional sería para ella abandonar su rol de eterna visitante.

En ambos casos, este verso nos remite a una noción de exilio, de expulsión, de desplazamiento. La Alejandra que lo enuncia se encuentra, claramente, desplazada. Lo pienso, en principio, en relación al significado más reciente de la palabra, vinculado a la emigración forzada. La definición de diccionario, sin embargo, resulta ser todavía más apropiada: “Dicho de una persona: Inadaptada, que no se ajusta al ambiente o a las circunstancias” (Real Academia Española, s.f.).

La circunstancia, aquí, parece ser la vida, el hecho mismo de estar lanzada a una existencia que transcurre a su pesar. El ambiente, el mundo en su totalidad. Constantemente parece estar hablando desde afuera de algo; en frente se sitúan zonas que le son vedadas, “zonas prohibidas” (p. 37). Su voz, su punto de vista, su esencia misma es marginal. Cuando en el poema número 23 enuncia que “una mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo” (p. 212) parece estar reconociendo esa marginalidad, mas reivindicando al mismo tiempo la validez de lo que puede verse desde allí. La suya es una mirada desde la otredad absoluta, desde el lugar del descarte, desde la periferia cloacal de un mundo al que ignora cómo incorporarse.

 

 

Conclusiones

Finalmente, ¿cómo definir los recorridos del sujeto poético a lo largo de Árbol de Diana? ¿Ve Alejandra, en la vuelta a un estado primigenio, una posible solución a la angustia de la incompletud? La ruptura del yo, ¿es causa o consecuencia de su búsqueda y su errancia?

Carneiro Dos Santos sostiene que Pizarnik ha encontrado en esa pluralidad y en el ejercicio de dicha errancia un elemento de afianzamiento identitario de su voz poética, casi una definición de sí misma (p. 83). Poco importa, siguiendo esa lectura, establecer relaciones causales entre una cosa y otra, pues operan juntas y es en virtud de esa sinergia que el sujeto logra consumar su identidad: ella es la que busca, es la que está rota, es la que se ha roto buscando, es la que busca reparar lo que se ha roto.

Mackintosh, por su parte, plantea que la obsesión por la infancia tiene como contracara un rechazo enfático del “mundo de los adultos” (p. 123). Podemos pensar esto como una forma de abrazar la fantasía y dar la espalda a la realidad, consumando así el exilio que la condena a rondar los márgenes y habitar territorios eternamente unipersonales, forjados por y para su propio aislamiento. Así, sus constantes desdoblamientos bien podrían ser una respuesta a esa soledad, un intento inconsciente de poblar esos espacios y atenuar la pesada certeza de ser la única.

Otra vez, esta idea nos pone ante la problemática de una relación causa-efecto confusa y enredada: ¿su yo se ha roto como consecuencia de saberse expatriado, o es la naturaleza errática y fragmentaria de ese yo lo que forzó un alejamiento del mundo?

La obra de Alejandra Pizarnik, como vemos, abunda en paradojas y laberintos lógicos, y multiplica sus incógnitas a medida que intentamos responderlas.


 

Bibliografía

 

  • Carneiro Dos Santos, B. (2011). Errance du moi. Libres cahiers pour la psychanalyse, 24 (2), 81-89. https://tinyurl.com/yzvh7vt4 

  • Dalmaroni, M. (1996). Sacrificio e intertextos en la poesía de Alejandra Pizarnik. Orbis Tertius, 1 (1), 93-116. https://tinyurl.com/3erxcsjd 

  • Villalobos, J. P. (2007). Alejandra en el país de lo no visto (a propósito de Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik). Signos Literarios, 3 (5), 109-128. https://tinyurl.com/bdz9h4s5 

  • Mackintosh, F. J. (2003). Childhood in the works of Silvina Ocampo and Alejandra Pizarnik. Tamesis. https://tinyurl.com/4m5b7xku

  • Pizarnik, A. (1990). Obras completas. Corregidor.

  • Real Academia Española. (s.f.). Desplazado. En Diccionario de la lengua española. Recuperado el 2 de julio de 2020, de https://dle.rae.es/desplazado

SOBRE EL AUTOR

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Agustín Mojica

Nació en Vicente López, algún 17 de diciembre, mientras salía al aire el primer episodio de Los Simpson. Le gusta creer que que eso lo define más que cualquier especulación astrológica. Egresado del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea. Corrector de estilo, traductor, ghostwriter. Conejo librero. Ajedrecista irrelevante. Docente en camino.

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