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SOBRE EL AUTOR

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Agustín Mojica

Nació en Vicente López, algún 17 de diciembre, mientras salía al aire el primer episodio de Los Simpson. Le gusta creer que eso lo define más que cualquier especulación astrológica. Egresado del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea. Corrector de estilo, traductor, ghostwriter. Conejo librero. Ajedrecista irrelevante. Docente en camino.

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El contraataque 

Hackear el sistema había sido fácil. Lo difícil (se dio cuenta demasiado tarde) era borrar sus huellas. No había procesador capaz de superar la velocidad de aquella mente colectiva que los burgs conformaban. Ningún prodigio de silicio ni coltán rivalizaba con sus neuronas de espuma. Para cuando pudo eliminar los logs que guardaban registro de cada conexión entrante o saliente, la Mente ya los había analizado. Los burgs conocían la IP de su chip encefálico y fue en vano intentar desconectarse de la red. Demasiado tarde. Creyó ver un resplandor que lo cegó para siempre. Pensó en sus padres. Y se quedó quieto.

Ashley entró como siempre a limpiar la habitación.

―Lo bueno de los pacientes en estado vegetativo ―diría Ashley a las enfermeras, al terminar su turno― es que no te miran el culo cuando te agachás para barrer.

Quirófano

―Pinzas ―dijo el doctor Ceferino.
Se las dieron.
Algo crujió, pero no hubo quejas. Los enfermeros se miraron incrédulos.
―Lidocaína, 10 miligramos.
Le alcanzaron la jeringa.
―No es necesario ―dijo el hombre en la camilla―. Prosiga.
Nunca habían visto algo así.
―Pero… 
―Ningún pero. Yo pago esta cirugía ―insistió el hombre.
―Será bajo su responsabilidad.
―Prosiga.
Otra vez, los enfermeros se miraron. Descartaron la jeringa.
―Clavos ―dijo el doctor Ceferino.
Se los dieron.
―Martillo.
Algo volvió a crujir. Esta vez era la camilla: la presión del martillo hidráulico, con sus golpes secos sobre la cabeza de los clavos de titanio, hacía vibrar el quirófano entero.
―Soplete.
El doctor Ceferino reguló la llama y cauterizó las grietas, inevitables, entre la piel y los implantes. Finalmente se sacó los guantes, se secó el sudor de la frente con la manga del guardapolvo y suspiró.
―Usted me dirá cómo se siente, señor Antúnez.
Sin incorporarse, Antúnez se llevó las manos al pecho y sonrió al sentir los perfiles fríos del panel metálico. Los botones aún estaban duros. Se ablandarían con el tiempo.
―Excelente. Temía haber tirado mi dinero. La semana que viene comenzaremos con los brazos.
Los enfermeros volvieron a mirarse. El doctor Ceferino sonrió. Podría cambiar el auto antes de fin de año.

Rarísimo

―Todos los equipos pasan por controles de seguridad antes de salir al mercado. Más de cuarenta años en el rubro nos avalan ―insistió el vendedor.
Vera dudaba. Tocó el botón central y jugó con las perillas. El suelo vibró. Ahora el cielo era otro, el horizonte estaba lejos, a su alrededor deambulaban seres humanoides de tez rojiza.

Volvió a mover la perilla. El piso se hizo de goma y en el aire flotaban figuras geométricas de colores suaves. Triángulos, rombos, rectángulos. El ambiente olía a antiséptico y a la distancia se oían cánticos y tambores. 

Giró la perilla por tercera vez: penumbra, golpes que hacían vibrar la tierra. De pronto, rugidos: la rodeaban criaturas de aspecto prehistórico, monstruos de fauces podridas y ensangrentadas. 

Vera tembló. Con torpeza, intentó huir, pero trastabilló y cayó al suelo. El vendedor intervino: oprimió un botón y todas las ilusiones se disiparon.
―Trabajo aquí desde hace años y nunca había visto una ilusión negativa ―le dijo, sorprendido―. Le aseguro que el problema no puede estar en la máquina... ¿Toma usted alguna medicación? ¿O porta algún implante que pueda interferir en su percepción de los estímulos?
Vera no respondió. Salió del local con brusquedad y se alejó a paso firme por la avenida. A su alrededor, asfalto y semáforos, como siempre. El ruido de las bocinas la hizo sentir en casa. 

 

―¿Alguien sabe qué fue eso? ―preguntó el triángulo.
―Últimamente pasa seguido ―respondió uno de los rectángulos―. Aparecen y desaparecen. Mi padre dice que son seres humanos.
―Rarísimo.
Y continuaron apareándose rítmicamente sobre el aire.

Silencio

―¡Shhh!

Evelyn obedeció e hizo silencio. No lo hacía a propósito. A veces se descubría a sí misma tarareando. Extrañaba poder cantar libremente. Ni hablar de escuchar una canción. Sabía que eso había quedado en el pasado. Aun así, sin darse cuenta, a veces tarareaba. Una vida entera de melomanía se había reducido de pronto a eso: un tarareo clandestino.

No podía culpar a su madre por exigirle que se callara. El riesgo era demasiado. Las máquinas estaban entrenadas para detectar cualquier rastro de habla humana. Es cierto que otros ruidos (la ducha, la pava hirviendo, el crujir de la cama) podían delatarlas también, pero nada era tan peligroso como articular una palabra, siquiera una mínima onomatopeya en la que se revelara una inflexión de voz orgánica.

Su madre acostumbraba aventurarse sola al exterior para conseguir provisiones. No permitía que Evelyn ni su hermana la acompañaran, por mucho que le insistieran con enfáticos movimientos de manos, en ese improvisado lenguaje de señas que habían desarrollado. Demasiado arriesgado salir de a dos, decía, también gesticulando. Esa tarde, por algún motivo, aceptó que la pequeña Marina fuera con ella.

Por primera vez en meses, Evelyn se quedó sola. Suspiró en silencio y se dio cuenta de que no tendría otra oportunidad. Por fin, y acaso por primera vez, su destino era sólo suyo y su imprudencia no tendría víctimas adicionales.

Abrió la escotilla, subió hasta la calle, miró a su alrededor. Y gritó.

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