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SOBRE EL AUTOR

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Tomás Valls

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Nació en Vicente López un 27 de diciembre de 1995. Es el más chico de seis hermanos. A los 16 años se incorporó al Partido Obrero y militó dentro del Centro de Estudiantes del Nacional de San Isidro. En el 2018 comenzó a estudiar en el ISFD 39 la carrera de Lengua y Literatura. También allí militó en el Centro de Estudiantes, el cual presidió entre 2018 y 2021. Lavó copas, atendió mesas, fue operario fabril y hoy se dedica a la docencia, a la que ama y respeta mucho. Le gusta escribir poesía, cantar y tocar la guitarra.

La soga y el laberinto

Nació en la habitación de un laberinto y a la edad necesaria se le apareció una soga. Sabe o cree saber que en la otra punta de la cuerda hay alguien generoso, un salvador, un dios. El laberinto es muy grande pero no infinito. Lo primero lo intuye porque hace años que sigue el rastro de la soga, lo segundo lo afirma porque de ser infinito el laberinto, la soga nunca podría haber llegado a él.

 

Este terrible edificio naturalmente cuenta con miles de pasillos y galerías. Algunos están vacíos, otros son ordinarios, otros hasta son bellos; en estos últimos a través de las paredes y pisos pueden verse imágenes compuestas por colores variopintos y formas placenteras, algo muy poco habitual en ese sitio. También los hay con trampas ocultas entre los resquicios y ranuras de la materia del laberinto. La soga tenía su controversia; si la soltaba se retraía para siempre en las sombras del sendero. Es por eso que la llevaba sujeta a la muñeca. Una vez soñó que se le soltaba de las manos y el sobresalto lo hizo despertar y advirtió que el nudo de la soga serpenteaba lentamente, casi por abrirse. No podía descuidarse y entonces se ató las dos manos con la ella. Las limitaciones de las manos eran un mal preferible frente al peligro de perder su única posibilidad de escape; con los pies libres bastaba. Las galerías que tenían trampas eran prácticamente iguales a las ordinarias. Solo las galerías bellas podían distinguirse sin grandes dificultades; sus contornos estaban teñidos de cierta iridiscente luz y la materia que las componía era de otra calidad. En estas últimas habitaciones es dónde frenaba su marcha y se detenía a descansar pero también allí es dónde renovaba la confianza de su camino.

Con el tiempo entendió que siguiendo la orientación de su guía los distintos tipos de pasillos y galerías se le aparecían en la siguiente proporción aproximada: de cada cien corredores y habitaciones noventa y cinco  corresponden a las de tipo ordinario, cuatro poseen trampas y una sola es hermosa y ornamentada.  Sin embargo, todos sabemos, la estadística es una ciencia inexacta. Luego de varios años que bien podrían ser diez como cincuenta, su cuerpo estaba vejado por las heridas de las galerías tramposas. Durante su trayecto hubo varios tramos de largo tiempo en los que no halló pasillos o habitaciones con luz en su contorno: entonces tenía que descansar en las sombras húmedas de habitáculos fríos dónde se resentía los pulmones y el ánimo. 

Un día o noche (era imposible distinguirlo) en que su marcha contaba varias jornadas sin descanso, agotado por las heridas y herido por el agotamiento y la cuerda que laceraba sus manos, divisó por fin una galería blanda y lumínica para reposar. Las paredes mostraban en su márgen superior un color celeste, manchado de blanco y amarillo y tendía al azul o negro o quizás violeta, a medida que se levantaba la mirada. El piso era verde, rugoso pero suave y en los zócalos de la galería había rojo pero también todos los colores. Cruzó la abertura y se desplomó en el suelo bueno de la habitación. Enseguida una sombra de luz le aclaró la mirada y descubrió frente de sí una mujer. El sobresalto lo irguió de inmediato aunque casi tropieza con la cuerda que en ese momento se tensó ligeramente. 

―Perdón ―dijo―. No puedo salir de mi asombro. Hace muchos pasillos no veo un semejante, a decir verdad, no recuerdo a nadie desde la habitación primigenia. No puedo asegurar que no haya visto a nadie, pero el laberinto es tan largo y tan basto qué si vi a otro fue en el horizonte de un corredor o en la vejación de una trampa. 

En ese momento vió que la mujer no traía la cuerda consigo. Observó sus manos y vió las llagas circulares en sus muñecas. Entonces lo invadió una honda tristeza.

―¿Llorás? Preguntó ella.

―Es que me doy cuenta que perdiste tu soga y me entristece tu destino. Pensó un instante y agregó serenamente: Por qué no seguimos juntos, podríamos turnarnos para poder sanar las heridas en las manos mientras el otro sostiene la soga y remendar la soledad del laberinto.

―Te agradezco, pero en verdad prefiero quedarme en este sitio.

―Entonces entiendo que fue tu voluntad perder el camino, quedarte aquí encerrada, perder irremediablemente la libertad.

―Yo elegí perder la soga. Soy esclava de mi decisión, no del laberinto. 

El hombre se enfureció y en su fuero interno la juzgó de idiota. 

La mujer prosiguió de esta manera.

―Muchos años, pasillos y galerías anduve. Años fueron diez como cincuenta. Pasillos y galerías fueron miles cómo decenas o centenares de miles. Y solo una cosa superó esas cantidades; un enunciado: "estoy cansada". Un eterno soliloquio compuesto por esas dos palabras. Una noche o día llegué a esta galería hermosa y me di cuenta que la belleza de sus contornos y sus caras silenciaba esas palabras infinitas. Entonces mi mano cedió y la soga se fué dejándome estas úlceras. Aquí reposo hace mucho tiempo y tengo este lugar como una certeza. 

―Admito que esta belleza que nos rodea es admirable ―respondió el hombre qué seguía peleando con la creciente tensión de la cuerda redentora―. Pero el tiempo es fatal y con su paso hace de lo hermoso algo ordinario y lo confortable lo vuelve tedioso. 

Un día te vas a arrepentir y seguirás desorientada siendo más probable que halles trampas que belleza pues  nos damos cuenta que es más fácil hallar galerías bellas con la orientación de la soga. La mujer dudó sus palabras, pero al fin dijo.

―Déjame preguntarte y espero no ser inconveniente. Pero ¿Qué te hace creer que en el otro extremo hay una salida? ¿Cómo podés asegurar que la soga no es otra trampa del laberinto?

El hombre reconocía como familiar esa pregunta. Ya había cruzado por su mente el filo de esa idea. Al comienzo de su camino le pareció que debía intentarlo pues la soga lo buscó a él y es natural que las trampas lo esperen a uno y no al revés. 

El laberinto era peligroso, pero no perverso pensó. El laberinto es doloroso pero inerte.  Luego de tantísimo tiempo la soga era la única posibilidad. Sería insoportable la angustia de renunciar al camino. Tanto cansancio, tanto padecimiento en vano era una idea imposible. 

Pero la mujer arremetía con esa duda tan imposible como elemental y su espíritu sufrió una fantasmal tristeza. 

De pronto la soga impaciente tiró con fuerza en dirección a la sombra del próximo pasillo y el hombre que había deprimido sus esfuerzos cayó al suelo y con la cara sintió el descanso del piso dónde se desvaneció su mirada lentamente con la imagen de una silueta distinta a la mujer que lo veía desde el fondo del laberinto. Al cabo de unos minutos el hombre despertó y se paró con no poco esfuerzo ya que tenía las dos manos atadas y la soga empujaba con fuerza creciente. 

―Una vez ―dijo la mujer que permanecía en el mismo lugar― otro como tú pasó por esta galería. También descansó y también me miró primero amable y luego rencoroso. Al igual que tú lloró mi destino y odió mi deseo. Sin embargo antes de llegar al corredor me pidió que le desate la serpiente tirana que lo asía de las manos. Así lo hice y compartimos felices jornadas. Podría decirse que nos amamos. Nos sujetamos sin dolor, sin tiranía; de la boca, de los pechos, de los cabellos. Contemplamos en silencio las inauditas figuras de esta galería. Enfrentamos con valentía la trágica verdad de no tener motivos. Sin embargo aquel desgaste que auguraste llegó para él. Hoy pienso que su error fue confundirme con la galería. Es factible aburrirse de un semejante. Pero nunca de lo insólito, lo mágico. Yo le aseguraba que en las paredes de la habitación nuevas formas y nuevos colores aparecían, que la galería no era la misma todo el tiempo. Le señalaba una mancha roja en la pared que había sido verde otro día. Le hacía notar que un punto era después una línea y después una superficie y luego otra vez un punto. Pero él ya no percibía la vida de la galería y un día marchó por ese apagado sendero sin rumbo y sin motivo. A veces veo en las paredes una forma que se le parece pero, ¿No parecemos todos una misma cosa?

El hombre escuchó atentamente estás palabras y quiso percibir el movimiento de las imágenes en la galería pero ya no tenía el suficiente vigor para mantenerse quieto; la soga se hacía cada vez más fuerte. Empezó a ceder paso a paso. Tironeado fue avanzando sin decisión mientras miraba a sus lados la hermosura que lo rodeaba. Al ver esto la mujer se apartó y siguió contemplando sencillamente el hermoso habitáculo. El sabía que con pedirle a ella, de quién ahora veía solo su precioso perfil, que lo desatara podría liberarse de la soga; aunque no del laberinto. Ese dilema lo mantuvo perplejo en sus pensamientos. Cada paso era más difícil voltear la cabeza para ver a la mujer, se fue cerrando el ángulo de su mirada y el cuello retorcido le dolía. Tropezó una vez más y ya sin fuerzas reconoció a la silueta de antes y lo supo cuando vió esas muñecas limpias, jóvenes, libres: La galería se le hizo entonces familiar, la mujer también; luego recordó a los hombres en el horizonte de los pasillos y se reconoció. Pensó en los cuerpos que yacían en las trampas del laberinto pero prefirió negarlo. Una lágrima silenciosa le surcó la cara cuando la noche del pasillo lo devoró.

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