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Metamorfosis en los hábitos de lectura

por Leila Benzi

Hace algunas semanas, mientras navegaba en redes sociales, me encontré con un tweet que llamó mi atención: “Llamadme loca, pero escuchar un audiolibro no es leer” (Mesa, 2022). Esta declaración estaba enlazada como respuesta a otro tweet, en el que un comunicador español, Jiménez Cuesta (2022) escribía sobre su experiencia personal con los audiolibros. Este pequeño intercambio en redes se fue ampliando con más opiniones sobre la definición del audiolibro y los usos válidos del verbo leer. Si bien muchos de estos usuarios afirmaban todo tipo de declaraciones sobre este tópico, a mí me surgieron varias preguntas: ¿Qué cambios trajo la revolución digital a los hábitos de lectura? ¿Por qué tiene tanta importancia el soporte en el que se lee? ¿Qué diferencias hay entre un libro electrónico, un audiolibro y un libro físico? ¿Hay un ranking de legitimidad al momento de la lectura? ¿Qué es leer hoy en día?
 

En consecuencia, surge la cuestión que dispara mi escritura: ¿En los últimos años hubo modificaciones trascendentes en los hábitos lectores tradicionales?
 

Podemos empezar a responder la pregunta a partir de una observación empírica: ciertos modos de leer cambiaron a partir de una herramienta que permite la conectividad global e inmediata: Internet. La primera huella de transformación en los hábitos de lectura que tenemos es el soporte. El libro –para algunos, un objeto fetichista, digno de ovación; para otros, un objeto obsoleto, pesado, anti-ecologista– ha sabido trasladarse a los soportes electrónicos que atiborran el día a día: computadoras, celulares, libros electrónicos, etcétera. Esto hizo que el libro entrara en la lógica de socialización que tiene Internet: postear, compartir, descargar. Así, los textos tienen un alcance más global, es decir, llegan a más personas, de manera más inmediata y con un costo monetario extremadamente menor, cuando no de forma gratuita.
 

Es a partir del soporte que observo la primera transformación significativa de la lectura: el acceso a los textos se modifica porque sus horizontes se extienden, su alcance se amplía. ¿Qué sucede cuando algo que estaba limitado a una minoría (culta, pudiente, lectora) pasa a estar en mano de todos? Pienso, entonces, en la figura heredada del lector: un tipo culto, perteneciente a una clase social acomodada, con el tiempo suficiente para navegar las inmensas bibliotecas, que comparte sus opiniones literarias con su círculo íntimo y pequeño, integrado por otros tipos cultos. Esta imagen se comienza a desintegrar cuando el acceso a la literatura ya no es una cuestión de dinero o de tiempo, sino una cuestión de deseo o interés. Así, el acceso transforma la figura del lector, la diversifica, porque ya no puede ser una única figura, porque aquel que lee no es solamente el tipo culto, porque puede que no sea ni culto, ni rico, ni tipo.
 

En esta línea, la ensayista venezolana Gisela Kozak (2001) describe a un lector atravesado por la lógica digital: 

 

El lector de hoy día es un lector “hipertextual”, que está asediado por un sin fin de imágenes, textos, sonidos y estímulos de todo tipo. […] Internet o el libro electrónico […] dan pie a escrituras que combinan la imagen y el sonido y que pueden convertir la lectura silenciosa de signos en papel en una aventura disruptiva y saltimbanqui entre texto, imágenes y sonidos. (p. 705).


A mis ojos, la caracterización hipertextual de la figura del lector actual permite abarcar varias de las transformaciones que transitan los modos de leer. La lectura, que antes era entendida como una actividad solitaria e individual, muta en una actividad más social. El rol del lector se vuelve más activo; no únicamente como un productor de significados en relación al texto sino, de hecho, como escritor (Kozak, 2001). La experiencia literaria comienza a ser un acto que se prolonga más allá del punto final del libro, que tiene continuidad en un post de Goodreads, en el debate twittero, en una narración oral en TikTok, en la producción literaria propia de una fanfiction: “Leer se cruza con recomendar, escribir, interactuar, editar, publicar, vender. En el paradigma digital estas acciones se mezclan y condensan” (Koziura y Velázquez, 2018, p. 34). El debate literario no queda más a puertas cerradas, no se limita a un círculo. La lectura se establece como un nuevo tipo de confluencia social, ya que está enmarcada en una actualidad que se caracteriza por la conectividad global, simultánea e inmediata.


Sin embargo, es fundamental tener en cuenta que la accesibilidad extendida no garantiza un consumo masivo, sino más bien una democratización de los textos literarios. Si bien, como mencioné anteriormente, el lector ya no necesita contar con demasiados recursos para acceder a los textos (en algunos casos, solo precisa un celular y acceso a Wi-Fi), sí necesita de ciertas habilidades para navegar el mundo digital. En palabras de Kovak (2001):

La libertad extrema del navegante en Internet, que es vista como la necesaria dinamita que hará saltar todas las consideraciones actuales sobre la enseñanza, el aprendizaje, el manejo de la información y la autoría, tiene un inconveniente práctico: el que no sepa por qué navega, hacia dónde y qué quiere buscar, perderá el tiempo o usará Internet para pasar el rato o para aburrirse. (p. 705).

Sería ingenuo creer que el acceso y el consumo funcionan bajo la misma lógica que el principio newtoniano de acción y reacción. Por ello las palabras de Kovak me parecen pertinentes. Sin embargo, el problema del usuario errante en la Web hoy en día no es el aburrimiento o la desorientación, dado que el nuevo mecanismo de recomendación y circulación comandado por algoritmos lo impide (Vanoli, 2019). Por lo tanto, el hábito lector también está atravesado por los intereses de las corporaciones en la que los usuarios interactúan. Como argumenta Vanoli: “Estas corporaciones, [Apple, Facebook, Amazon, Microsoft, Google o Twitter] con sus algoritmos, son las dueñas de los medios de producción de lenguaje donde hoy se realiza la cultura literaria” (p. 21). No se puede eludir el hecho de que todas las interacciones están mediadas por corporaciones que tienen sus propios intereses capitalistas. Ser consciente de esto es fundamental para saber cómo navegar hoy en día la Web o, al menos, para saber a qué nos enfrentamos. Así, el autor de El amor por la literatura en tiempos de algoritmos también escribe sobre el lugar que ocupan los textos en la actualidad y cómo se mueven según lógicas empresariales: 

 

Esto significa que, en lugar de corroer los fundamentos de la identidad, los textos la consolidan en beneficio de las corporaciones extractivas de datos. Internet es la nueva propietaria de los textos, y los autores, entendidos como obras de arte, son su combustible. (Vanoli, 2019, p. 17).

 

Del mismo modo en que las lógicas digitales modificaron el acceso y el consumo de la literatura, otras características propias del mundo digital han influenciado en la experiencia lectora. Una de ellas es la inmediatez, y de aquí se desprenden varias cuestiones. 
 

Habitamos una actualidad en la que casi todas las plataformas, tanto audiovisuales como de mensajería, tienen la opción de acelerar la velocidad de reproducción. Podemos escuchar audios de WhatsApp o ver documentales en Netflix al doble de su ritmo original y muchas personas utilizan esta herramienta. ¿Podría ser la lectura en diagonal el equivalente a este fenómeno de aceleración? ¿Este tipo de lectura permite un análisis profundo y crítico de los textos? ¿Será que la inmediatez está relacionada con una lectura superficial? Desde mi perspectiva, observo que hay una forma de consumir productos culturales –películas, libros, series, canciones– como si fueran objetos a coleccionar, como si fuera una competencia en la que la cantidad es el factor más importante: “Lecturas transversales, por palabras clave, por buscadores, concentran el foco en lo informativo. Los argumentos tienden a desaparecer en función de una acumulación de información, data, que viene a llenar una función de satisfacción en la mera búsqueda” (Montaldo, 2017, p. 55). Creo que las palabras de la autora aplican para el consumo de la lectura e invitan a pensar: ¿para qué leemos? 
 

Frente a este interrogante, me parece pertinente traer la noción, propia del mundo tecnológico, de obsolescencia programada que Montaldo (2017) traslada a la cultura: 

 

La obsolescencia se convirtió en una forma cultural de relacionarnos con los objetos pero también con la inmaterialidad. Y, de hecho, la cultura se volvió abiertamente un objeto de consumo, sometida al mismo régimen de obsolescencia, recambio, novedad, que rige a los demás productos de los que nos rodeamos. (p. 51).

Los lectores consumen textos de manera más efímera, más superficial, más inmediata. Esto repercute en el hábito de lectura, dado que el libro, al ser asimilado como un objeto cultural más para consumir y coleccionar, pierde su valor trascendental y político; parece que la experiencia crítica y reflexiva de la literatura se comienza a difuminar en esta transformación. Con esto no quiero imprimir un espectro peyorativo ni positivo, sino observar y destacar esta transformación, en la que el libro se convierte en un objeto mercantil más. 


Los cambios siempre traen aparejadas ganancias y pérdidas, constantes y variables. El acceso ilimitado a los textos literarios cambió la manera en la que nos relacionamos con ellos. La experiencia de la lectura queda inevitablemente atravesada por las lógicas del mundo digital y la literatura es comprendida como un consumo cultural más y, en consecuencia, su valor y su sentido cambian.  
 

Si bien en este texto comencé escribiendo sobre los cambios en los soportes, es imposible negar que la metamorfosis en los hábitos de lectura se extendió mucho más allá que el cambio del papel a la pantalla. Hay experiencias que se ganaron, hay otras que se perdieron. Tal vez es necesario superar el debate del soporte, comenzar a otorgarle legitimidad a las nuevas maneras de acceder a la lectura, a las formas híbridas que adquieren los textos en la actualidad, y avanzar hacia el debate sobre el por qué y para qué leemos. Tal vez sería más fructífero cuestionarse si la literatura continúa contribuyendo a la producción de sentidos, al pensamiento crítico y reflexivo, en lugar de seguir debatiendo la validez de utilizar el verbo leer para el sustantivo audiolibro.
 

Bibliografía

  • Jiménez Cuesta, C. [@Kralicus]. (2022) Yo ya voy por el cuarto audiolibro: entre ir al trabajo, conducir, desayunos... [Tweet]. Twitter. https://twitter.com/Kralicus/status/1497516305632612353 

  • Koziura, D. y Velázquez, G. (2018). La autopublicación digital y las tensiones en la cadena de valor en la industria del libro. La letra del encuentro. Intercambios, IV (2), 34-40. https://issuu.com/posgradounq/docs/intercambios.laletradelencuentro.iv_2_

  • Kozak, R. G. (2001). ¿Adónde va la literatura? La escritura, la lectura y la crítica entre la Galaxia Gütemberg y la Galaxia Electrónica. Revista Iberoamericana, LXVII, 197, 687-707.

  • Mesa, S. [@SheilaMesaV]. (2022) Llamadme loca, pero escuchar un audiolibro no es leer. [Tweet]. Twitter. https://twitter.com/SheilaMesaV/status/1497617456310931460

  • Montaldo, G. (2017). Ecología crítica contemporánea. Cuadernos de Literatura, 21 (41).

  • Vanoli, H. (2019). El amor por la literatura en tiempos de algoritmos. Siglo XXI.

SOBRE LA AUTORA

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Leila Benzi 

Es estudiante del ISFD N° 39 de Vicente López. Trabaja como docente: dicta clases de Prácticas del Lenguaje y Literatura en secundarias públicas de Pilar y en bibliotecas populares en el marco del Plan FiNes. Escribe reseñas literarias online y participa de un club de lectura. Aspira a especializarse en la educación de adultos y a difundir la lectura de literatura y la escritura emancipada

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