SOBRE LE AUTOR

Jony Pérez
Nació en Vicente López un 19 de julio de 1991. Estudia Lengua y Literatura en el ISFD Nº39, donde es parte del Centro de Estudiantes. Amante de la ficción, estudió cine, le gusta leer y cada tanto escribe. Milita en el PTS, considera que la militancia le da sentido a la cosas. Tiene un stream llamado Antes Que Colapse, en el que habla de política, cine, literatura y busca divertirse.
La batalla de los perdedores
Todos los trabajos creados por el sistema están hechos para la infelicidad del trabajador. Pero de todos los inmundos obsequios del capitalismo, es el de telemarketer el peor. Lo sé, tal vez peco de soberbio. El orgullo del explotado, la competencia de quién agacha mejor la cabeza. Yo creo que gané, o seguramente piense eso porque es el único trabajo que conocí, ya que es la principal oportunidad que se nos brinda a nosotros, el futuro de la sociedad, los talibanes encargados de crear un mundo mejor, los jóvenes.
Para que sea más fácil entender mi desdicha paso a contar de qué se trata mi preciado sustento económico. Mi principal tarea es justificar el pésimo servicio que brinda la compañía eléctrica que todos consumen sin opción. Me encargo de que el cliente recapacite acerca de sus quejas y entienda que es su deber abonar los precios escandalosos de un servicio que apenas llega a cumplir su principal labor, mantener la lamparilla encendida. O en el peor de sus casos, que el cliente pueda descargar su ira en mis cansados oídos.
Lo macabro de esto es que, por un lado, está ese señor o señora, que con un excesivo esfuerzo logra abonar la factura, y, por el otro, yo, un humilde servidor que siquiera llega a abonarlo, pero que debe justificar las altas tarifas y el paupérrimo servicio con la escueta herramienta de su voz y, claro, la sonrisa telefónica.
Siendo sincero, jamás tuve la completa conciencia de lo que de mi trabajo se trata. La rutina es la encargada de endurecer el corazón y, sin tapujos ni ningún tipo de culpa, logro, por lo menos una vez a la semana, decir “si no puede abonar, pasaremos al cese del servicio”. Con vergüenza reconozco que, al decir esas palabras, recorre en mi cuerpo una suerte de satisfacción, un falso poder que logra tomar el control de la llamada y me permite hacer bien mi trabajo. Corto y automáticamente el conmutador me dispara otra llamada, me adentra en una nueva batalla de dos perdedores.
Con mis compañeros, apenas conocidos con los que socializo treinta y seis horas semanales, nos reímos de las llamadas del desdichado de turno. Reímos en el momento que los ojos del supervisor están distraídamente posicionados en otra víctima. Reímos en ese pequeño instante en que logramos desprendernos de la máquina y asomar nuestras narices por el borde del box.
–Escucho mucha risa y poca atención –grita desde la punta el comandante y todos volteamos nuestra vista al monitor. Con gracia recuerdo mis pensamientos de ese teléfono sonando, mucha gente alrededor riendo y tomando mates. El mate existe, claro, es ese privilegio que siempre se está por perder a raíz de que es motivo de distracción. Pero gente feliz al lado de un teléfono que suena y que uno se niega a atender por pura perversión, es una idea que se aloja en mi pasado infantil, junto con Papá Noel y otras fantasías.
El call center está perfectamente diseñado para que la felicidad y el ocio sean reprimidos. Su estructura se basa en el perfecto control y la poca practicidad para la sociabilidad. Cuando se adentra uno en él, solo ve miles de box uno al lado del otro y enfrentados, dejando pequeños pasillos para poder llegar a la devastada silla que será su trono durante las seis horas de trabajo. Lo que siempre llama la atención es el escritorio del supervisor, que estará en el centro o en la punta, elevado unos centímetros para poder tener una perfecta imagen de todos sus subordinados. El box de uno serán tres paneles gruesos o finísimos que, con la excusa de apaciguar el ruido, te obligan a la soledad durante toda tu jornada. Dentro de él estás vos, la computadora y la vincha reglamentaria.
Al narrarlo de esta manera, parece que se trata de un trabajo tortuoso, difícil de aguantar. Lo es, pero las escapadas al baño, la inexistente media hora de almuerzo y la charla de box en box hacen que uno pueda desarrollar el síndrome de Estocolmo: que sea feliz y luche a favor de su opresor. Yo lo era. Creía que lo era. Debía convencerme de que lo era. Hasta en un momento soñaba con llegar a ese escritorio elevado, ser comandante. Todo fue así hasta que me tocó la llamada del señor Roberto.
Roberto era nuestra ruleta rusa, conocido por todos en la campaña: nadie escapaba de su sagaz vocabulario, su constante queja y de su factura impaga que él, ayudado por todos los insultos de la lengua castellana, juraba que había abonado. Roberto era la única satisfacción mensual, cuando escuchabas su nombre, agradecías no haberlo atendido. Llegó un momento en el que sabíamos su horario predilecto y su número telefónico, por lo tanto, se revivía mi fantasía de la infancia y jugábamos a no atenderlo. El juego finalizaba con la voz del supervisor: “¿Por qué tengo una llamada hace un minuto en espera?”. Ahí el más cobarde o el más valiente atendía. Roberto ya nos conocía a la mayoría, había desarrollado una familiaridad con nuestras voces y, en el peor de los casos, llegaba a pedir hablar con uno.
Yo me mantenía invicto en cuanto a Roberto. Sabía en qué momento atender, en qué momento estirar una llamada, en qué momento ir al baño… era un perfecto esquiva de Roberto. Pero él había hablado tanto tiempo con nosotros que ya conocía nuestro mundo, nuestra rutina y nuestro juego. Un día llamó en otro horario y desde otro teléfono. Eran las catorce y cincuenta, solo diez minutos más y podría colgar la vincha. El conmutador disparó, no había nadie en disponible, solo yo. Roberto, sagaz desde el principio, largó su primer golpe:
–Por fin alguien que trabaja en esa bendita empresa
Sin conocer su nombre, supe que se trataba de mi perdición.
El peor crimen de mi trabajo es cortar una llamada, así que tuve que responder:
–Edengar, buenas tardes, mi nombre es Julio, ¿en qué puedo ayudarle?
Silencio del otro lado. Festejé antes de tiempo.
–¿Sos nuevo vos?
–No, señor, dígame en qué…
–¿Y por qué nunca hablé con vos?
Sabía de nuestro juego, sabía que yo lo había esquivado. Sin conocerme ya sabía quién era su oponente.
–Somos varios operadores dentro de la atención, señor. Dígame el motivo de su consulta así…
–Te doy mi número de cuenta así nos ahorramos todo, dale que no tengo tiempo
Si fuera otro tipo de cliente hubiera insistido en que primero me brindara su nombre, solo por el placer de hacerlo enojar, pero con Roberto no era necesario. Tipié su número de cuenta en el sistema y allí estaba la factura impaga, los ciento cincuenta llamados, los distintos operadores que lo habían atendido y los infinitos números de reclamo.
–¿Ya sabes quién soy? –preguntó del otro lado.
Nos conocía. Una gélida gota de sudor me recorrió por la nunca. Él respiraba fuertemente, podría decir que hasta sentía un dejo de excitación.
–Mucho gusto Roberto. Dígame… ¿cuál es el motivo de su llamada? –le pregunté
–¿Y qué no te aparece ahí? ¿No sabes por qué te llamo?
Mis compañeros acomodaban sus cosas, el supervisor me hacía señas para que me apurara.
–O me vas a decir que vos ya solucionaste todo, mirá que me pongo contento y hasta te pago la cena.
Aclaré mi garganta y, como un soldado que recuerda su valor, me adentré en la batalla.
–Señor –dije– no puedo adivinar el motivo de su llamada, pero sí puedo ver por sistema el faltante del mes…
Roberto empezó a reír.
–¡Ya decía yo que se trataba de otro inútil! ¿Cómo me dijiste tu nombre, así lo anoto?
Era la típica amenaza que escuchábamos por lo menos tres veces en el día, tomar nota de nuestros nombres. El mismo falso poder. Hasta las luchas son rutinarias.
–Julio Martínez, señor, ¿se lo deletreo?
Mi arma, no mostrar temor, intentar ganar el poder en esa llamada. Éramos dos esclavos jugando al rey.
La llamada demoró media hora. Mientras mis compañeros me palmeaban el hombro al irse y el supervisor me gritaba que terminara, yo luchaba con Roberto.
–Señor, en el sistema figura una factura impaga, por lo tanto, no la abonó –mi primer ataque–. Si usted afirma que la abonó, envíe su comprobante de pago al mail y se le será reconocido en el transcurso de las 72 horas hábiles.
Mi segundo ataque, solo jugábamos con las espadas. Todos los que trabajamos en Edengar, y quienes no también, sabemos que los pago se cruzan y que ese dinero es reconocido después de grandes movimientos burocráticos semejantes a la búsqueda de las esferas del dragón.
–¡Yo no voy a hacer nada! ¡Yo ya pagué! Solucionalo vos, que para algo te pago el sueldo.
El falso poder, el esclavo rey, el dinero como forma de sometimiento. Su primer ataque real.
–Señor, como bien sabrá, usted abona el servicio y, por lo que se ve reflejado en el sistema, usted no ha abonado el mes de marzo, por lo tanto, debe abonar o enviar el comprobante de pago –con un perfecto movimiento verbal me posicioné sobre él y extendí mi espada sobre su garganta–. Recuerde que si tiene más de dos facturas impagas, procederemos al corte.
–Esto es cosa de locos –frenó mi movimiento final–. Dame tu número de legajo, ya vas a saber quién soy.
Toscamente se libró de mí, tenía en claro que ambos somos números, el poder estaba igualado.
–Señor, no puedo brindarle información interna de la empresa, si quiere hacer algún tipo de reclamo lo puedo derivar con un asesor
Volví a tomar mi espada y la choqué contra la de él.
–¿Vos te pensás qué es la primera vez que llamo? –me devolvió el golpe–. Yo no quiero hablar con un amiguito tuyo, quiero soluciones –blandió la espada y avanzó unos centímetros.
–La solución ya se le fue brindada, puede enviar el comprobante de pago y así lo corroboraremos en el sistema –la esquivé y ataqué.
–Escuchame, pendejo de mierda. Vos vas a entrar en ese puto sistema y me vas sacar la puta deuda –atacaba sin estrategia, ya estaba perdido, me daba la ventaja, podía pecar.
–Señor, bajo estos términos, no podré continuar la llamada –lo corté para demostrar mi habilidad–. Le pido que se tranquilice así podemos hablar de forma correcta.
–¡Correcta es la cocha de tu hermana! –un ataque bruto, sin efecto– ¡Vos, sorete de mierda, vas a solucionarme las cosas o te voy a cagar a trompadas, sorete cómplice de estos hijos de mil putas, que me quieren robar la plata!
Estaba acabado, usó mal sus armas y ahora el poder me era otorgado, tomé mi espada, aclaré mi garganta y ataqué:
–Lamento que no podamos continuar bajo estos términos, lo transfireré con el sector de reclamos, muchas gracias por comunicarse con Edengar.
–¡No me cortes hijo de puta…!
Transferí la llamada. Miré a mi supervisor, limpié mi espada y finalicé mi jornada laboral.
Al otro día volví a mi cuartel, tenía el pecho inflado. Esperaba las felicitaciones, que se creara mi epopeya, mi cantar, El cantar de Julio Martínez. Muchos habían caído ante Roberto, incluso la batalla los había dejado en llantos a algunos. Pero a mí no, yo era un perfecto espadachín o eso creía. Debí haber sospechado ante las constantes miradas del supervisor, aunque todos sabíamos que de acuerdo a su malhumor matutino era elegida su víctima. No me importaba, había triunfado ante Roberto, podría con él.
Transcurridos unos minutos me llamó, acudí sin sospechar. El supervisor me esperaba serio, tal vez enojado, pero era difícil descifrarlo. Tenía un papel en su mano, un instrumento poco común en nuestro trabajo.
–Ayer tuve que escuchar tu último llamado –esbocé una sonrisa, se venía una condecoración– recibimos una queja de un cliente, al llamado lo escuchamos todos los jefes–. Al parecer mis habilidades para la guerra iban a ser reconocidas, el lugar de comandante ya no era lejano, tal vez por eso su seriedad, ahora íbamos a ser iguales.
–Te vamos a tener que suspender, Julio –continuó al fin. Roberto había dado su mejor ataque–. Firma este apercibimiento y mañana no tenés que venir”.
Consternado, llegue a mi templo de soledad. Roberto siguió atacando. Roberto conocía todas sus armas y estuvo dispuesto a usarlas. Él conocía las nuestras, conocía nuestras debilidades, había perfeccionado su juego, había creado nuevas reglas y yo no lo pude ver. Estaba herido, agonizante. Roberto llevó la batalla a otro terreno, sus golpes fueron certeros. Desgraciadamente los míos también debían serlos.
Lo que muy pocos tienen en cuenta a la hora de luchar es que cada uno posee sus propias armas, pero los telemarketers tenemos una que jamás usamos, que se nos está prohibido usar. Los datos del cliente. Nuestras guerras se dan en un solo lugar: en la línea. Ni el cliente ni el asesor deben transgredir este límite. Pero Roberto lo había hecho y ahora yo, como buen soldado, debía responder. No hizo falta que buscara el número de cuenta en el sistema, mi mente me lo obsequió omitiendo esfuerzo. Sin que nadie sospechara, tomé nota de la dirección. No vivía lejos a tan solo dos colectivos de distancia. Seis horas nos separaban, dejé la nota a un costado y seguí con mis luchas diarias.
Con el correr del día mis ganas de revancha eran mermadas por la víctima de turno. Expuse mis estrategias para la guerra de manera excesiva, no era un espectáculo para mi contrincante inmediato, no era para los jefes, era para Roberto. A decir verdad, estuve a punto de aceptar mi derrota y esperar a que el conmutador nos obligara a encontrarnos. Pero las constantes condolencias de mis compañeros y el coaching que me obligaron a hacer para control de llamados fueron los puntapiés necesarios para que me convenciera de que la batalla no había terminado. Al finalizar el día y luego de colgar mi arma reglamentaria, tomé el arma prohibida y me dispuse a continuar.
Viajé en los dos colectivos y llegué a la morada de Roberto. En el viaje estuve a punto de arrepentirme, pero la herida que había hecho me obligaba a no acobardarme. Su casa no era pintoresca, casi una pocilga. Comprendí por un instante su ira ante el supuesto robo, pero no podía apiadarme de mi enemigo, él no lo hizo por mí. La casa estaba a oscuras, por lo que inferí que mi oponente no estaba. Con la paciencia de los mejores hombres, esperé sentado en la vereda. Tal vez Roberto contaba con nuestra única compañía, en las ocho horas que los esperé nadie se acercó al hogar. Estuve a punto de renunciar, seguramente él también necesitaba sus pequeños triunfos para continuar, necesitaba convencerse y nosotros éramos sus placebos para la vida. Lástima que Roberto ya había llegado.
Estaba perfectamente disociado de su voz, por teléfono parecía un hombre corpulento, de aspecto temerario, con grandes brazos, un verdadero gladiador... Sin embargo, se trataba de un flacucho de pelo largo con aspecto de resignación.
–¿Buscas a alguien? –me preguntó, hasta su voz era distinta.
–¿Usted es Roberto? –. Me miró con desconfianza, tampoco podía asociar mi rostro a mi voz.
–Sí, ¿quién los busca? –cerré mis puños–. Julio Martínez, de Edengar, mucho gusto –dije y lo golpeé en la cara. Por el impulso retrocedió unos pasos, me miró confundido, pero rápidamente entendió. Como perfecto caballero, esperé que se recompusiera para continuar la pelea.
–Ya sabía yo que alguno iba a tener que venir –dijo con una sonrisa y comenzó la lucha.
Cuando llegó la policía, encontró a dos desconocidos ensangrentados, en plena lucha cuerpo a cuerpo, al grito de “¡¿Dónde tiene el comprobante de pago?!”
pago?”