SOBRE LA AUTORA

Paloma Lucas
Nacida un 2 de noviembre, también conocido como el Día de los Muertos, en 1999. Desde chica se fascinó con la literatura y el cine. Es fanática de lo extraño, lo fantasioso y lo terrorífico, marcada por los universos de Poe, Mariana Enríquez y David Lynch. Descubrió su amor por la literatura en sexto grado, cuando la profesora de inglés le hizo leer cuentos de Poe y Otra vuelta de tuerca de Henry James. Desde chica participó de talleres literarios y decidió que quería dedicarse a la literatura y a charlar sobre ella. Convirtió ese impulso en interés por la docencia.
Agua
Cae sobre mí una gota fría. Al instante, comienzan a caer más y más. No comprendo muy bien qué pasa, pero se encuentra por todas partes. Las gotas no tienen color. Caen con tal fuerza y rapidez que no logro ver bien qué hay delante mío. Comienzo a moverme para escapar del ataque, pero luego de dos pasos, hay una pared que me impide avanzar. A la izquierda hay otra pared igual. A la derecha hay una misteriosa tela color blanco.
Me doy vuelta y me enfrento a mi atacante. En frente mío se encuentran dos perillas metálicas y un tubo por donde salen aquellas gotas. Trato de esquivarlas, pero son más fuertes que yo.
Logro llegar a las perillas y comienzo a girarlas para un lado y para otro con la esperanza de acabar con mi sufrimiento. Luego de varios intentos, las gotas cesan de atacar. Solo queda un pequeño hilo de gotas que caen lentamente.
Finalmente, logro observar en detalle dónde me encuentro. Las paredes y el piso son de un azulejo beige y la tela que cubre el lado derecho tiene algunas rajaduras. Toco mi cuerpo y me doy cuenta de que estuve desnuda todo este tiempo.
Al final del pasillo
Cuando entré a mi casa, mi hermano me esperaba al final del pasillo. Le había dicho que íbamos a jugar al fútbol cuando volviera del supermercado. Ni siquiera me dejó apoyar las bolsas en la mesa, ya me estaba arrastrando de la mano hacia el patio. Lo dejé ganar. Siempre lo dejaba ganar. No era un nene muy rápido, pero su entusiasmo ablandaba a cualquiera. No jugamos mucho tiempo; a los quince minutos empezó a llover. Sin que le tuviera que decir nada, él solito se fue a bañar, pisando cuidadosamente para que no se ensuciara el piso. Mamá se había pasado toda la mañana restregando. Esa tarde le tocaba turno en el hospital.
Estaba vaciando la tercera bolsa, la de las verduras, cuando escuché el golpe. Sin siquiera pensarlo, mi cuerpo se abalanzó sobre la escalera, subiendo de a tres escalones por vez. ¿Siempre habían sido tan largas? ¿O será que mi cerebro ya sabía lo que me esperaba, y estaba tratando de alargar la espera lo más posible? Rojo. Por unos segundos, lo único que mis ojos podían ver era rojo.
Después de ese día, todo se derrumbó. El poco contacto que quedaba con mi papá se esfumó. Él se refugió en el supuesto deber que tenía con Claudia y Federico, su otra familia. Mi mamá nunca volvió a ser felíz, no realmente. Y mi cordura se convirtió en un fino hilo esperando a ser cortado en cualquier momento. Todo el mundo me decía que no era mi culpa, que no me dejara arruinar por algo que no era mi culpa. Pero sí lo era. Yo le había prometido, el día que papá se fue y mamá tuvo que empezar a trabajar más horas, que lo iba a proteger de todo; que no se preocupara porque yo siempre iba a estar ahí cuidándolo. Pero en ese momento no estaba, y no lo pude proteger de las resbaladizas baldosas, ni del marco de la bañera.
Era mi culpa, lo sabía muy bien. Mi inconsciente se aseguraba constantemente de que no lo olvidara. No importaba donde anduviera, o que estuviera haciendo, su reflejo siempre me perseguía . Me miraba con una sonrisa tan grande que se le veían todos los dientes; y estiraba sus pequeñas manos intentando alcanzarme. Durante meses me desperté todas las noches gritando y pataleando, tratando de despertar el pequeño y ensangrentado cuerpo de mi hermano. Nunca podía volver a dormir. Lo intenté todo: terapias, pastillas, incluso intenté irme con él a jugar fútbol para siempre, pero mi mamá me encontró antes de que pudiera cortar mi hilo. Nada funcionaba. Nada se podía deshacer del rojo que nublaba mi vista todo el tiempo, ni de sus brillantes ojos verdes que me miraban con un cariño insoportable.
Dos años ya habían pasado. Mi mamá estaba desesperada. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para curarme; para salvarme, me decía ella. Así es como terminé en
esa camilla, completamente sedada. Me dijeron que no me tenía que preocupar; que la terapia de electroshock era segura, y que iba a hacer que me olvidara de todo. Lo último que pude ver eran sus manos tratando de alcanzarme, de abrazarme.
Me dijeron que me iba a olvidar del accidente, que iba a ser como si nunca hubiera pasado. Sin embargo, cuando me desperté ni siquiera sabía mi propio nombre.
―¿Qué está pasando? ―pregunté con la voz un poco ronca. Por lo menos recordaba cómo hablar.
―Ana, estás en el hospital ―me respondió un hombre que no reconocía en absoluto. Tenía un saco blanco con una pequeña placa que le colgaba del bolsillo derecho que decía “Doctor A. Penovi”. Por lo menos recordaba cómo leer.
Ana. Ese era mi nombre.
En ese momento, una pequeña mujer entró a la habitación. Tenía sus largos rulos colorados completamente enredados, y los ojos rojos e hinchados.
―¡Ay, Ana! ¿Estás bien? ―me preguntó, abrazándome fuertemente.
Así que toda esta gente me conocía, pensé. Pero yo no podía reconocer a ninguna de esas personas. El señor debía haber notado lo confundida que estaba y me preguntó:
―Ana, ¿sabés quién soy? ―negué con la cabeza―. Y... ¿sabés quién es ella? ―preguntó apuntando a la pequeña mujer. Nuevamente negué con la cabeza.
En ese mismo instante, la mujer se desmoronó completamente, rompiendo en un llanto tan fuerte que parecía dejarla sin aire.
―Marta, no te preocupes ―le dijo el doctor, agachándose a su lado, acariciándole la espalda―. Esto puede pasar. Dale un par de días, seguro empieza a acordarse.
―¡Un par de días! ―gritó Marta, empujándolo para que se aleje de ella―. ¡Un par de días! ¡Me dijiste que todo iba a estar bien! ¡Me dijiste que toda esta pelotudez era segura!
―Y va a estar todo bien... Dale un tiempo y ya va empezar a recuperar la memoria.
―¡Y si no la recupera! ―exclamó nuevamente, intentando levantarse del piso―. Ya lo perdí a él, no quiero también perderla a ella.
Eso último lo dijo con un susurro. Me pareció que no quería que yo la escuchase. No estaba segura de a qué se refería. Intenté rebuscar en mi mente algún tipo de información que le brindara un poco de sentido a lo que ella había dicho, pero no había nada. Absolutamente nada.
De a poco fueron explicándome algunas cosas. Mi nombre era Ana Mardel. Era el día jueves quince de mayo. Aquella mujer era mi madre. Mi propia madre. En un momento me alcanzaron un pequeño espejo y pude fácilmente reconocerla a ella en mí. Teníamos la misma forma alargada de la nariz, y los mismos grandes ojos marrones, con unas largas pestañas. Evitaron en todo momento decir por qué estaba yo ahí, qué era lo que me había sucedido. Interiormente lo agradecí. No estaba realmente segura de querer saber.
Al día siguiente me dieron de alta. Durante el camino mi madre señalaba distintos lugares y carteles a través de la ventana del auto. Esperaba que me acordara de algo, que reconociera alguno de esos negocios y edificios que, ella aseguraba, me cruzaba todos los días. Me rompía el corazón decirle que no. Me conformé cerrando los ojos y respirando profundamente, intentando bloquear un poco el bullicio que venía de la calle.
―Bueno, ya llegamos ―me dijo mientras estacionaba el auto frente a una pequeña casa colorada―. Seguro cuando entres vas a empezar a recordar todo.
Subí las pequeñas escaleras que llevaban a una puerta negra. Frente a ella aguardé unos segundos esperando que algún recuerdo, o algo, viniera a mí. Nada. Era como si nunca hubiera estado ahí en mi vida. Mi mente estaba en blanco. Cuando entré a mi casa, mi hermano me esperaba al final del pasillo.